Contemplar sus pinturas es siempre una
experiencia placentera. Sus obras actúan como un imán que atrae con igual
intensidad a profanos y a especialistas en arte contemporáneo. Abraham Lacalle
(Almería, 1962) es un hedonista y sus obras están impregnadas de ese impulso
que le lleva a exprimir lo bueno de la vida.
El artista ha conseguido saltar al
mercado del arte internacional, especialmente desde que lo fichó la galería
Marlborough de Madrid. Formado en Sevilla, ciudad a la que volvió en 2002 tras
pasar ocho años en Madrid, Lacalle es un "pintor urbano", un creador
"sin manías" que parte de la figuración para crear un universo de
mundos superpuestos marcados por colores muy planos y primarios, una especie de
magma que a veces se traga las referencias a la realidad y cuya vitalidad
atrapa a todo tipo de público.
"Son imágenes para contemplar durante mucho
tiempo. Imágenes ambiguas que el espectador tiene que construir; pero que
siempre conservan una referencia a la realidad", explica el artista en su
estudio en la calle de Pérez Galdós, en el sevillano barrio de La Alfalfa.
El espacio recién remodelado, de 300 metros
cuadrados, es parte de un patio de un edificio modernista de 1919 que proyectó
José Espiau. "He intentado crear un espacio diáfano, ocupado sólo por
libros y pinturas", cuenta. Ha recuperado un sótano que empezó siendo una
cámara para madurar plátanos a principios del siglo XX y acabó en escombrera.
Su estudio, con columnas de hierro forjado de cinco metros, no tiene luz
natural, pero eso no le importa a este almeriense curioso y tremendamente
amable.